miércoles, 4 de abril de 2012

CALLES DE LA VIDA

Barrio chino de Barcelona


Yo vi echar la vida con indiferencia manifiesta, con el rictus ebrio de desidia y los ojos empapados de perfidia a pesar de ser primípara.
Yo vi salir la vida, vestida con su atuendo primigenio y su mirada inocua. La oí gimotear nada más contactar con el submundo en el que sus progenitores pululaban.
La sentí latir entre mis manos con la fuerza arrolladora del candor y cercenando su nexo materno, la llevé con esmero primerizo al servicio de urgencias de un hospital.

Más tarde, la vi gatear por los adoquines mugrientos de su calle inmunda. Calle infecta de mancebías y puestos del trapicheo, jardín de infancia de su sórdido porvenir y taller escuela, quintaesencia de los más malévolos quehaceres. No llegaba a los tres años de subsistencia y tenía el semblante de la viuda en el velatorio de su difunto. Su mirada ya tenía los primeros síntomas del terrible abandono parental en el que se hallaba sumida y su pureza de ánimo, no daba ya resplandor a su humana periferia. Era, el vivo retrato del horror y el óbito. Todo lo que veía, engrosaba su “banco de datos” y todo lo que miraba, por desgracia para ella era miseria, ruindad y perversión. Con todo ello, las neuronas de su incipiente “disco duro”, escribían capítulos ilusivos del libro de su existencia.
Esta era la didáctica que orientaba la educación que emanó de los pezones que la alimentaron.

Durante muchos días de su niñez, la escudriñé restándole tiempo a mis quehaceres laborales, comprobando que el marasmo y el desaliento por vivir, se habían hospedado en su chamizo humanal. Habían arraigado ya con tal firmeza el vicio y la improbidad en su quebradiza estructura que no tenía ni la más remota oportunidad de regenerarla a su originario estado.
La he visto aspirar los efluvios del pegamento cola, en el interior de una bolsa de plexiglás, cuando tendría que estar aspirando los aromas de las aulas impúberes.
A la luz mortecina de una farola, la he sorprendido atracando a su vida, intimidándola a punta de jeringuilla hipodérmica con nocturnidad y alevosía, con la mirada tan perdida que parecía haber salido del más insondable de los abismos.
Ejerciendo mi oficio, la he observado como esgrimía su semblante camaleónico solapadamente, para combatir a la terrible embestida socio ambiental, con la que le estaban derribando sobre el suelo más cochambroso. Y lo más deplorable, la he visto transfregar su impudente esencia, adosada a las jambas de los lupanares.
He sentido el traqueteo de sus huesos en el continuo trasiego de los centros de desintoxicación y el tutelar de menores. Y he podido presenciar cómo el contorno tétrico de los calabozos policiales se convertía en su posada habitual, exenta de pagar con pecunia e inexcusable de pagar con libertad. Teniendo tales pedagogos en su vida, se sumergía irremediablemente en la nesciencia más inverecunda, en la insubstancialidad más ingenua y en el vacuo más absoluto.

Han conseguido engañarme diciéndome que: en el teatro de la vida no campaba la hipocresía; que los actores principales estaban desembarazados de soberbia y que los telones y bambalinas del escenario eran las boticas, donde los espectadores recogían los potingues de subsistencia prescritos por guionistas y directores.
He buceado en las entrañas de las administraciones públicas y me he encontrado a la trápala sentada en su trono, con su cetro resplandeciente tintado de falsedad.
He revuelto mi cielo y mi tierra y he perdido millones de instantes de mi vida, buscando la solidaridad de los solidarios, la caridad de los caritativos y la dádiva de los dadivosos y tengo que ser un fruslero buscador, por que no hallé más que cargos ahítos de corruptelas y estómagos agradecidos a las dotaciones dinerarias que el gobierno les da, a través de esas siglas que afirman ser tan benevolentes y bondadosas.
He llegado a la funesta conclusión de que toda esta jerigonza, usada tan asiduamente por los publícanos de mi sociedad, es una cruzada contra la prosapia de la humildad. Cruzada llevada a cabo por caballeros insignes, portadores de pendones de relumbrón y capas blancas con cruces de fantasía.
Entre todos ellos, han conseguido hacer desaparecer el rubor que afloraba a mi rostro tan asiduamente a consecuencia de la lacha (vergüenza). ¿Cuantas veces he añorado: la candidez de mi puericia, la contumacia de mi pubertad y la esperanza infinita de mi mocedad?, sintiendo continuamente en mi naturaleza, el hálito protector de las piedras centenarias de Puebla del Maestre.
He conseguido entender el significado de muchas palabras, sin tener que recurrir al diccionario de mi lengua, ni ser discípulo de oradores elocuentes o truchimanes de renombre. Las he comprendido a consecuencia de gastar muchos zapatos, patrullando por las calles inalienables de la vida.
Calles impasibles, impávidas e indiferentes. Calles que te llevan y te traen, que con esmero te elevan haciéndote eminente y con despotismo te apean otorgándote el ínfimo lugar. Calles que te muestran la granujería y a hurtadillas te juzgan y sentencian y calles que con generosidad te donan y con codicia te arrebatan la existencia.


C. Abril C.

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