lunes, 9 de abril de 2012

RUNRÚN DE TRIPAS

Imagen de la película Pà Negre

Sobre el umbral de la puerta de su casa, Benito y Sofía hacían equilibrios para no caer a la acera de la calle, aguantaban los envites que cada cual se daba por turnos. El juego consistía en eso, el ver quien aguantaba más tiempo sobre el umbral.

Benito tenía unos zapatos confeccionados en piel de becerro con las suelas de goma, las punteras ya estaban raídas por el uso y por ser esos los únicos que calzaban sus pies. 
El pantalón corto de pana le llegaba dos centímetros por debajo de las rodillas y la camisa de franela sacada por fuera del pantalón, no se sabía muy bien de qué color era, a consecuencia del montón de lavadas que ya tenía en su haber. El cabello lo tenía ralo y muy corto, cosa que unido a su color (castaño deslucido) acentuaba más aún la carencia de abundancia. Era de tez blanquecina y casi a diario unas abundantes ojeras aparecían dibujadas debajo de sus ojos. Ojos que siempre estaban abiertos en demasía, como si quisieran recoger a cada instante las imágenes que le brindaba la vida y retenerlas para si en lo más profundo de su ser.

Sofía, era morena en su conjunto. El cabello siempre lo llevaba recogido en dos trenzas pulcramente confeccionadas y descansando sobre su espalda. Era dos años menor que él, pero tenía la misma estatura que Benito o quizás le superase en algún milímetro. Cuando estaban a la par, parecían estar cortados por el mismo patrón y aunque a ella se le adivinaba de mayor volumen, en verdad, el tronco de ambos no se caracterizaba precisamente por el grosor. La piel se amoldaba a las estructuras óseas de sus cuerpos evidenciando la poca consistencia de su fibra muscular.



Llevaba puesta una camiseta de felpa color panza de burra con las mangas largas y sobre ella una chambra plomiza con las orillas bajeras deshilachadas. Una falda de borra bajaba una cuarta de sus rodillas y sus pies se embutían en unos botines que habían sido ya usados por los tres hermanos que en edad le precedían. Su madre, siempre que tenía ocasión le recordaba que no le diese mal trato, puesto que cuando se le quedasen pequeños, habrían de servir para los otros dos hermanos menores que ella.



-Sofía, tú ereh la mayó de lah niñah y te tieneh que jacé cargo de la casa cuando yo no puea o cuando farte, porque con el trajín que llevo tor día, no me extraña ná que en cualquier momento se me pare el reló-.
-Mujé, tieneh que ehtá pendiente de toah ehtah cosah, que yo, cuando tenía la mehma edá que tú, ya llevaba toa la faena yo sola, porque la probe de mi madre estaba delicá de salú-.



-Asin que, loh juegoh loh tube que dejá de mu chiquinina y ni me acueldo ya a qué jugaba ¡fíjate tú!-


Sofía, como su madre bien le había dicho era una niña. Una niña de ocho años que, de tarde en tarde dejaba asomar en su boca una preciosa sonrisa y al mismo tiempo sus ojos se tintaba de un brillo especial, marcando ello su singularidad.

María, andaba ya por la mitad de la década de los cuarenta y últimamente, los años se le escapaban más de prisa de lo normal. -¿Me estaré jaciendo vieja?- (se preguntaba de continuo)- y es que desde el último parto, el de su hija Luisa que llegó hacía ya cuatro años, las estaciones se le escurrían como el agua en un cesto y en un abrir y cerrar de ojos había visto cómo sus seis hijos estaban ya como se suele decir fuera del cascarón, aunque aún todavía le quedaban muchas penas que pasar, a ella y a su Manuel. 
Su marido lo decía muchas veces, (ehto eh un continuo sin viví, cuando no te duele el arma, ya se encalga alguien de partírtela, pa que así tengah de qué quejarte )



Más razón tenía que un Santo o al menos eso es lo que María creía, porque cuando no era la vida misma, la que te daba el sartenazo, era alguien de esos que te están todo el tiempo diciendo que te quieren un montón (pero que no especifican que clase de querer es)



-¡Benito! deja ya de jacé el ganso y vente que me tie que jacé loh mandao-



Los recados que tenía que hacer Benito eran: ir a la panadería a comprar el pan y despues decirle al señor Mariano (el abacero) que le diese a cuenta, tres cuartos de kilo de colas de bacalao, medio de azúcar y cuarto y mitad de torrefacto y qué ya lo pagaría su madre a final de mes, cuando su padre cobrase los jornales de tala que estaba echando en la dehesa el Lobatillo, propiedad de don Federico Sánchez que era el dueño de casi todo en aquél lugar. De lo único que don Federico no era propietario en aquéllos andurriales, era, de los sueños de aquél puñado de personas que allí sobrevivían.

El panadero le dio una telera de kilo y recogió del mostrador la cartulina de color azulada que le dejo Benito, era un bono para adquirir pan. El panadero canjeaba el trigo de las senaras por estos bonos o vales, (cada fanega de trigo equivalía a veinte panes de kilo) y la ganancia del panadero estaba en que por cada fanega de trigo sacaba cuarenta panes, o sea, el doble.
A Benito le gustaba ir a la abacería, le resultaba agradable los olores que allí se exhalaban: aceites, vinos, vinagres, legumbres, bacalaos, arengues y toda una serie de productos encurtidos y salazones. También había garbanzos tostados y los niños de aquél lugar, siempre que disponían de alguna “perra gorda” (cosa que no era muy frecuente) se acercaban por allí para dar buena cuenta de ellas, comprando los garbanzos y comiéndolos en la plaza que justo había al costado de la abacería.

La plaza, al igual que las demás calles estaban sin pavimentar, y cuando llovía, el barro aparecía por todas partes haciendo casi imposible caminar con normalidad, a pesar de ello era las delicias de los pequeños, pero también, el sufrimiento de los mayores (sobretodo de las madres) ya que se las veían y se las deseaban para mantener el suelo de la casa limpio y eso que en el zaguán se solía colocar una estera de esparto para que se restregase el calzado al entrar.
Y no digamos nada de los atuendos, ya que, además de ser escasos, estos, no estaban ya para muchos trotes. Cuando se pasaban por el lavadero, había de hacerse con sumo cuidado, porque a la mínima restregada fuerte que se hiciera, se abrirían las hilachas como si fueran rendijas en el tejido y el zurcirlo sería arduo, ya que se había hecho tantas veces que era imposible poderlo remendar.

Mariano, se dio cuenta de que Benito no le quitaba ojo al saco de los garbanzos tostados. Cogió un trozo de papel de estraza y haciendo un cucurucho con él, le echó un puñado en su interior y se lo dio.
Benito no quiso cogerlo, le decía que no con aquéllos ojos que parecían que se iban a escapar de sus cuencos. Pero Mariano insistió y le dijo –anda ya chiquillo, llevateloh a la plaza y cómeteloh, que naide se va a enterá de si son comprao o son regalao- .

Benito se cambió de mano la talega y agarró con la derecha el cucurucho de garbanzos ofrecido por el abacero. Ni siquiera le miró, si lo hubiera hecho, habría visto una sonrisa de oreja a oreja en la boca del señor Mariano.

Cada día, aquel chiquillo le recordaba más a él.

Mariano rondaría ya los cincuenta o incluso estaría por encima, era solterón y no por falta de ganas de casarse. Había estado “hablando” con Rosalía dos años y medio, pero la cosa no cuajó.
Ella, se marchó a la capital a servir en casa de unos señores de alta alcurnia, y ya no la volvió a ver hasta después de cuatro años. Eso, ocurrió cuando su madre murió, que vino al pueblo a enterrarla. Entonces se enteró de que era madre de una niña y que ya no trabajaba en tan noble casa; que malvivía con el padre de su hija; que soportaba casi a diario los parbujos que él le daba y que a duras penas conseguía algo de comida para poder alimentarse su hija y ella.

La vio salir de la iglesia al término de la misa de funeral, y aunque el momento no era el más propicio para contemplar el aspecto de alguien, enseguida se dio cuenta de su estampa demacrada, síntoma de mal vivir. 
Ni siquiera le dio el pésame por la pérdida de su madre, nunca supo el porqué no lo hizo, muchas veces a lo largo de estos años le ha dado vueltas rumiando el asunto. Tal vez, si se hubiera acercado a ella en aquél momento y el orgullo no le hubiera puesto la mente farragosa, hoy estaría a su lado compartiendo lo bueno y lo malo de la vida.



Benito llegó a la plaza con medio cucurucho de garbanzos, la otra mitad ya había dado cuenta de ella en el corto trayecto que había desde la abacería hasta allí, se había colgado la talega del hombro izquierdo y la parte inferior de ella casi llegaba al suelo. A cada paso que daba, la telera de pan le golpeaba el tobillo y daba la sensación que cojeaba. 
En la plaza, delante de la barbería de Mario, tres niños y una niña, jugaban con unos repiones (peonzas) que lanzaban sobre el barro seco del suelo.

Benito se sentó en el umbral de la Iglesia y desde allí veía como los niños que había en la plaza jugaban, no quería acercarse a ellos al menos hasta que hubiera acabado los garbazos tostados que le había regalado el Sr. Mariano. Pensó en llevarles unos pocos a sus hermanos pero inmediatamente cayó en la cuenta de que si lo hacía, su madre tal vez le pidiera explicaciones de la forma en que los había conseguido, así que no quiso pelear más con su conciencia y se los acabó.


María andaba atareada en la cocina esparragando unas collejas para la comida del mediodía, luego a la hora de comer le echaría un par de huevos batidos. Huevos, que había sacado del corralón dónde tenía un gallo y ocho gallinas ponedoras, lo de “ponedoras” era el adjetivo que se le colocaba detrás del nombre, porque en realidad, poner, lo que se dice poner, ponían poco, ya fuese porque: o bien no lo eran (ponedoras), o bien porque no estaban lo suficientemente alimentadas para tal menester. 
Las dos cosas podrían ser pero ella se inclinaba más por lo último, porque en aquéllos tiempos, hasta las gallinas escuchaban de continuo, el runrún de tripas.


C. Abril C.


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