viernes, 2 de mayo de 2014

EL EMBEBÍO


El sueño lo tuvo toda la noche en tenguerengue. No tenia ni para echar la merienda. El día anterior solo se pudo llevar a la boca: un puñado de bellotas avellanadas, un membrillo verriondo y unas –embozas- de agua cana, del regajo que corría al lado de donde tenía el tajo.


Cuando el Sol se asomó por encima del cerro de las piedras, estaba ya cansado de darle -cuchifarrás- a la tierra con los escoplos del arado.

Delante de él, una yunta de burros –arrengaos- y llenos de lobanillos, sorteaban los-almajanos- y hacían equilibrio sobre los terraplenes en aquella umbría, que meses atrás había desmontado de retamas, cantuesos y carrasqueras a golpes de calabozo.

Unas -chirivitas- patrullaban la tierra volteada por la vertedera buscando hormigas alúas y lombrices, una abubilla esculcaba en lo alto de una –cagajonera- y por encima de las encinas centenarias, volaban una bandada de ruidosos mojinos que se dirigían a las majadas próximas, en busca de la comida que pudiesen encontrar entre los excrementos de los guarros.

Él creía, que tenía el estomago –engüachinao-, porque el caldibache de tagarninas era el único condumio caliente que con más perseverancia engullía.

Tenía diecisiete años y parecía que estuviese de vuelta de casi todo en la vida. Se había criado en el centro de la abundancia y sin embargo se había alimentado con sus migajas y sus zurrapas.


De lo más profundo de su esencia, regurgitaba aquella imagen del –acerao- del -Puerto Caraco-, lleno de haraganes y pindongos que cuando le vieron pasar con los pantalones de pana y pretiñuela y los leguis embarrados se guasearon con socarronería de su extrema delgadez, de su estampa -chiquinina- y su inopia.

-¡Mirad, por ahí viene el`embebío!
-¡Chacho!, mata ar burro y comételo, que estáh trahpillao.
-¡Como no dejeh lah collejah, tú no te vah a la mili!.

Y él, refunfuñaba.

-¡Cucha er pampringao ehte!
-que ehtá mah ehcacharingao que loh cacharritoh der Coso.
-¡Fijatetú!.¿Que s`abrá pensao?.
-Él, que no ha comio máh que guijoneh y veldolagah.
-¡Poh anda que el otro!, que entavía no sabe pa qué silve la cuchara.
-¿Y er caganio ese?, que paece que tié la palomilla, con máh lagañah en loh ojoh que telarañah un bujío.

Calle abajo, llevaba en el pecho un comezón a consecuencia del caldeo que acababa de coger en el -Puerto Caraco- y el corazón parecía que estaba a punto de darle un –ehtrumpio-. Pero en ese momento, en la revuelta de la calle, en frente de la tasca del–Cubino-, apareció justo delante de él, la silueta de esa chiquilla, que tenía los ojos más negros que el alpechín, el pelo arriscado y una sonrisa en la boca capaz de desarmar a las miradas más aguerridas.
Llevaba puesta una falda plisada de cuadros escoceses y una rebeca de hilo color malva le cubría la prominencia de sus pechos.
Genaro se quedó más tieso que una –cañajierro-.

El burro le dio con el -jocico- en la espalda, llenándole de espumarajos la cazadora de pana y haciéndole dar un paso hacia delante.
Ella tenía en la mano derecha, una vasija de hojalata, de forma de tronco de pirámide regular, con un tapón de rosca y un pequeño asa en la parte superior. Se disponía a llenarla de petróleo en casa de Pepe el de José María, para alimentar el infiernillo que tenían en su casa.

Purita, moviendo el –cuadrí-, se tuvo que dar un respingo a la esquina por no tropezar con Genaro, que estaba allí delante de ella, mirándola, con los ojos más abiertos que una coruja.
La lata se le escurrió a Purita de la mano y calló en el empedrado de la calle.
Con el ruido que hizo el cachivache por el suelo, el burro dio un espantón, se escapó y salió -juyendo- calle arriba con el cabestro arrastro, parándose en frente del escaparate de –Piche-.
Purita dio un soplido, apartándose los –minines- de la frente.


-¡Chacho!, ¿ehtá atontolinao o qué?.
-Si no llego a arrejacerme pa la`hquina, ahora mehmo estoy repiando por el suelo.
-¿y porque solo llevo ehta lata?.
-Si juera llevao máh cachumboh encima, jubiéramo jormao aquí una charracina que paqué.
-Poh anda que, ¿si llega a ehtá llena de pretóleo?.
-Eh mejó que me jubiese traio la chambra, y no ehtoh trapinoh de disanto.
-Porque me juera puesto pingando.


Genaro sintió que su cara estaba siendo ocupada por las llamaradas de un inmenso candelorio.
La sensación era igual que cuando meses atrás estando con los segadores en las Capellanías, le engatusaron para que se comiese con el gazpacho, una guindilla colorada del huerto de la Valeria.
En el gañote tenía, como un pellizco cogido, que no le dejaba tragar la saliva.
Las palabras las tenía entrilladas, y las ideas en el cerebro no encontraban el portillo por donde saltar.
Recogió la lata del suelo y se la ofreció a Purita.
Ella, al darse cuenta de la situación de Genaro, que estaba más temblón que un gato recién salido de una alberca y con los pindongos y mostrencos hartándose de reír en el -Puerto Caraco-, le echó un capote, demostrando así que en verdad era, más aparente que un jarrillo de lata.

-Ha sio curpa mía, que iba dándole güertah ar doblao.
-¿No t`ah enterao?
-Lo de mi padre con loh talaoreh.
-¡Chacho! si eh que no s`acaban las charraná.
-Cuando te jacen una, lah demáh ya te lah tienen prepará en carrefila.
-Y ¡hala!, tó dándote sartenazoh, y echándole un poco máh de jiel a tu vía.
-Pa que tenga que jocicá y tragáltela toah.
-Aunque te añugueh.

Iba calle abajo, ensimismado, camino de la fuente, para que el burro bebiera en el pilar. Genaro, que era persona de pensamientos profundos y conversación sucinta, iba con la mente fija en la única cosa agradable que le había ocurrido aquel día, la retahíla de Purita, que le contó en un santiamén la cacicada que hicieron con su padre y que a consecuencia de ella, dejaría de echar unos cuantos jornales de tala y por consiguiente también de meter en el corral, unas cargas de leña que en aquella época del año eran de vital importancia para una casa.

- Purita le había dicho...

-¡No, si hogaño! vamoh a está máh tiempo en la recacha que drento de casa.
-Porque la chimenea en vé de criá jollín va a criá carámbano.
-Y er tentemozo y la ehtenaza van a está más frío que loh pinrele dún muerto.
-Ya me veo to el`invierno con el pretóleo p`arriba y p`abajo.
-¡Con el jedó que mete!, Que paece que está una, asomá al vacie.

Genaro llego a su casa cuando el Sol hacía un rato que se había puesto y el planeta Marte, (que en el pueblo le llamaban lucero) empezaba a colorear, mostrándose en lo alto del campanario de la iglesia.
En el zaguán, le quito al burro la jáquima y el aparejo, lo metió en la cuadra y a tientas, entró en el pajar y llenó el pesebre de paja.

-¡Chacho!
-Aquí quedarán diéh o doce barcina.
-¡Que manera de tragá er cimpampano ehte!
-Le via tené que jace un`añedio a la cincha de la`parejo, porque se`htá poniendo rollizo.
-¡O apretal`le máh en er tajo!
-¡Claro que entoce! me tengo que apretá yo tamien.
-Y yo entavía la paja no la'probao, que eh lo único que me jace farta.
-¡Menohmá! que la collera de la yunta me la presta er tio Nicasio, porque pa los doh, no hay aquí condumio ni pa empezá.
-Hogaño via tené que abrí por er tejao y llená er pajá ahta la colcha.

A la luz de un candil, en el hueco de la escalera del –doblao-, se lavó la cara y las manos en una palangana de cinc, con una pastilla de jabón que parecía un adobe, estaba echa a base de recortes de tocino, grasas animales y sosa cáustica.
Una mujer del pueblo llamada Corina, ya entrada en años, viuda y menesterosa, era una excelente artesana en el oficio y las mujeres del pueblo la llamaban para que le hiciera el jabón de todo el año. Cobraba ochenta reales y la comida. A las ocho de la mañana ya estaba dándole vueltas al caldero, lo hacía hasta que todos los ingredientes se convertían en una pasta semilíquida dos o tres horas después de empezar. Luego en unos moldes hechos de tablas, vertía la pasta y la dejaba enfriar.
Cada pieza pesaba trescientos gramos aproximadamente y los chiquillos cuando estaban enteras, las tenían que agarrar con las dos manos para hacer uso de ellas.

Genaro, se sentó en un banquillo de corcha a la candela que había en la chimenea de la cocinilla, porque las tres sillas que había en casa, tenían ya el asiento –dehforonao- y -tresantié- las había llevado su madre a casa del -Táni-, para que le echase culo nuevo de nea y todavía no las había recompuesto.
Su madre mientras arrebujaba con el –machacaó- en el -dornillo-, la sal, los ajos, el pimiento y el –miajón- de pan le dijo:

-¡Genaro!, -¡coge er guisqui! (Yisque) y descuerga un corgaero de tomateh der maero, que via'í preparando er gazpacho.




En unas varas de tilo, con las puntas de los pinchos cortadas, colgadas de los maderos y alfajías del techo, tenían insertados racimos de tomates de los llamados de invierno, una variante de los comunes, de tamaño mediano-pequeño, que se cortaban verdes y con el paso del tiempo adquirían una tonalidad rosa, criando una especie de telarañas semejantes a los capullos de seda.

Con ese aspecto, algunos duraban hasta después de Semana Santa sin pudrirse.



-¡Madre! ¿otra vez gazpacho?

-Hijo, los probes, la mijinina de pan que nos comemo, no la comemo arremojao como los pollo.
-Si no eh, en er gazpacho, eh en er sopeao.
-Y gracias, que aunque sea un cozcurro, argo hay.
-Porque otroh, ni pa jacé una pringá tienen.

Se acercó a la -lacena- que había en la parte derecha de la cocinilla, sacó un plato de cinc y se lo pasó a Genaro por delante de los ojos.

-¡Mira hijo! pa que aluego diga que solo come gazpacho.
-Sardina en aceite, lah`que a ti te gustan.

Nicolasa, había comprado en casa del –Vivo-, tres pesetas de sardinas en aceite. Sardinas que venían en unas latas redondas de gran tamaño. Los clientes tenían que llevar algún cacharro, normalmente un plato hondo para que el tendero se las despachara en él. Las sardinas costaban dos reales cada una y cuando comprabas más de cuatro te obsequiaba con una cucharada de aceite.
Algunas mujeres solían decir que el aceite estaba mejor que las sardinas. Pero claro, la verdad era, que las sardinas se las comían los zagales y los maridos, ellas sopeaban el aceite con algún zancajo de pan del día anterior.
Las sardinas duraban en el plato, menos que un cerillo encendido.
De vez en cuando Nicolasa compraba un kilo de barbos a su vecina Florencia. Su marido cuando no tenía jornales que echar, se dedicaba a la pesca furtiva en el río Viar, lo hacía con el trasmallo, con el –cañá- o ... echándole –barbahco- machacado en medio del –pozancón- y al rato aparecían los peces flotando panza arriba.

-¡Genaro!
-Esta tarde me`ncontrao en la plaza a Tomasín.
-¡Chacho! que lustroso que está el joio.
-¡Con lo percudio questaba aquí!.
-Entonceh, tenía la mesma jeta que un guarro lambucero, empicao a lah gallinaza.
-Y mialó ahora, paece un menistro con loh carrilloh repompolluoh.

Nicolasa se refería a Tomás el del –zarpullio-, que había venido de Alemania con permiso a pasar la Navidad.
No había quien lo conociera y eso que solo llevaba allí un año. Más blanco estaba que una pared, con una chaqueta de cuero del color del vino tinto, un pantalón de franela con los perniles acampanados, zapatos de piel acharolados de color negro y con -perras- en la faldriquera, que eso si que era lo que más ayudaba a que no se le conociera, porque él, siempre había estado comiéndose los mocos en el –lumbrá- de su casa, como se suele decir, a la cuarta pregunta.
No tenía entonces, ni para echarse unas –convidáh- en casa de -Perico-, que era donde se ponía el vino más barato, y que según las malas lenguas lo tenía –engüachinao-, cosa que no era de extrañar, ya que, no solo en ese pueblo sino en cualquier otro, no había ningún bodeguero que antes de servirlo no lo pasara por la "pila bautismal", o sea, que esa no era la razón de su baratura.




Genaro, le echó debajo de la mesa una corteza de pan a un gato atigrado que tenían. Al mendrugo no le dio tiempo a caer en el suelo, porque llorón, que así es como le llamaban, abrió la boca y lo hizo desaparecer en un santiamén. El llorón tenía más arestín que el perro del –bobillo-, los rodales sin pelo los tenía desperdigado por todo el cuerpo y algunas mañanas se presentaba en la cocinilla dándose trompazos con todos los trastos, porque tenía los ojos –soldaos- de lagañas.



-¡Hijo!

-Yo no quiero sé sopisanguina con er mehmo tema de siempre.

-Pero, ende que murió tu padre, las cosah ya no son iguá.

-A tu hermano Rafaé, lo metí en la Sevillana de pahtó.

-A tu hermana Carnación, en cuanto cumplió loh catorce la mandé a serví a la capitá, a casa de ese méico, que icen que eh una eminencia.-
-¡Y yo!, ¡ya vehtú! pisoteando a diario er camino de la Junta con la roilla en la cabeza, cargando con la panera, pa está tor día rehfregando trapoh, por cuatro perra.
-¡Hijo!,
-Cuando llega la noche y m`acuesto en er jergón no veo máh que lavazah y pingoh en azulillo.

-¡Genaro!..
-ya sé que tu, jace máh que lo que puee.
-Que loh cuatro cacho que tenemoh, loh tieneh rehplandecioh, que la senara la saca pa`lante y que no te quea engurruñao, a la hora de echá cuatro jornaleh, zachando, en la siega o en lah acitunah.

-Pero esto no es vida pa un zagá, que siempre ehtuvo con`esa penaera a cuehta, con`esa canunjía de sé como eh.
-¡Churrumio de cohtrución y argo embebío!.
-Pero, con un corazón, que si juera la cuba der pozo no cabría por el brocá...


C. Abril C.

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