El sueño
lo tuvo toda la noche en tenguerengue. No tenia ni para echar la merienda. El
día anterior solo se pudo llevar a la boca: un puñado de bellotas avellanadas,
un membrillo verriondo y unas –embozas-
de agua cana, del regajo que corría al lado de donde tenía el tajo.
Cuando el Sol se asomó por encima del cerro de las piedras, estaba ya cansado
de darle -cuchifarrás-
a la tierra con los escoplos del arado.
Delante de él, una yunta de burros –arrengaos-
y llenos de lobanillos, sorteaban los-almajanos-
y hacían equilibrio sobre los terraplenes en aquella umbría, que meses atrás
había desmontado de retamas, cantuesos y carrasqueras a golpes de calabozo.
Unas -chirivitas-
patrullaban la tierra volteada por la vertedera buscando hormigas alúas y
lombrices, una abubilla esculcaba en lo alto de una –cagajonera- y por
encima de las encinas centenarias, volaban una bandada de ruidosos mojinos que
se dirigían a las majadas próximas, en busca de la comida que pudiesen
encontrar entre los excrementos de los guarros.
Él creía, que tenía el estomago –engüachinao-,
porque el caldibache de tagarninas era el único condumio caliente que con más
perseverancia engullía.
Tenía diecisiete años y parecía que estuviese de vuelta de casi todo en la
vida. Se había criado en el centro de la abundancia y sin embargo se había
alimentado con sus migajas y sus zurrapas.
De lo más profundo de su esencia, regurgitaba aquella imagen del –acerao- del -Puerto Caraco-, lleno de
haraganes y pindongos que cuando le vieron pasar con los pantalones de pana y
pretiñuela y los leguis embarrados se guasearon con socarronería de su extrema
delgadez, de su estampa -chiquinina-
y su inopia.
-¡Mirad, por ahí viene
el`embebío!
-¡Chacho!, mata ar burro
y comételo, que estáh trahpillao.
-¡Como no dejeh lah
collejah, tú no te vah a la mili!.
Y él, refunfuñaba.
-¡Cucha er pampringao
ehte!
-que ehtá mah ehcacharingao
que loh cacharritoh der Coso.
-¡Fijatetú!.¿Que s`abrá
pensao?.
-Él, que no ha comio máh
que guijoneh y veldolagah.
-¡Poh anda que el otro!,
que entavía no sabe pa qué silve la cuchara.
-¿Y er caganio ese?, que
paece que tié la palomilla, con máh lagañah en loh ojoh que telarañah un bujío.
Calle abajo, llevaba en el pecho un comezón a consecuencia del caldeo que
acababa de coger en el -Puerto
Caraco- y el corazón parecía que estaba a punto de darle un –ehtrumpio-. Pero en ese
momento, en la revuelta de la calle, en frente de la tasca del–Cubino-, apareció justo
delante de él, la silueta de esa chiquilla, que tenía los ojos más negros que
el alpechín, el pelo arriscado y una sonrisa en la boca capaz de desarmar a las
miradas más aguerridas.
Llevaba puesta una falda plisada de cuadros escoceses y una rebeca de hilo
color malva le cubría la prominencia de sus pechos.
Genaro se quedó más tieso que una –cañajierro-.
El burro le dio con el -jocico- en la espalda, llenándole de espumarajos la
cazadora de pana y haciéndole dar un paso hacia delante.
Ella tenía en la mano derecha, una vasija de hojalata, de forma de tronco de
pirámide regular, con un tapón de rosca y un pequeño asa en la parte superior.
Se disponía a llenarla de petróleo en casa de Pepe el de José María, para
alimentar el infiernillo que tenían en su casa.
Purita, moviendo el –cuadrí-,
se tuvo que dar un respingo a la esquina por no tropezar con Genaro, que estaba
allí delante de ella, mirándola, con los ojos más abiertos que una coruja.
La lata se le escurrió a Purita de la mano y calló en el empedrado de la calle.
Con el ruido que hizo el cachivache por el suelo, el burro dio un espantón, se
escapó y salió -juyendo- calle arriba con el cabestro arrastro, parándose en
frente del escaparate de –Piche-.
Purita dio un soplido, apartándose los –minines-
de la frente.
-¡Chacho!, ¿ehtá
atontolinao o qué?.
-Si no llego a
arrejacerme pa la`hquina, ahora mehmo estoy repiando por el suelo.
-¿y porque solo llevo
ehta lata?.
-Si juera llevao máh
cachumboh encima, jubiéramo jormao aquí una charracina que paqué.
-Poh anda que, ¿si llega
a ehtá llena de pretóleo?.
-Eh mejó que me jubiese
traio la chambra, y no ehtoh trapinoh de disanto.
-Porque me juera puesto
pingando.
Genaro sintió que su cara estaba siendo ocupada por las llamaradas de un
inmenso candelorio.
La sensación era igual que cuando meses atrás estando con los segadores en las
Capellanías, le engatusaron para que se comiese con el gazpacho, una guindilla
colorada del huerto de la Valeria.
En el gañote tenía, como un pellizco cogido, que no le dejaba tragar la saliva.
Las palabras las tenía entrilladas, y las ideas en el cerebro no encontraban el
portillo por donde saltar.
Recogió la lata del suelo y se la ofreció a Purita.
Ella, al darse cuenta de la situación de Genaro, que estaba más temblón que un
gato recién salido de una alberca y con los pindongos y mostrencos hartándose
de reír en el -Puerto
Caraco-, le echó un capote, demostrando así que en verdad era, más
aparente que un jarrillo de lata.
-Ha sio curpa mía, que
iba dándole güertah ar doblao.
-¿No t`ah enterao?
-Lo de mi padre con loh
talaoreh.
-¡Chacho! si eh que no
s`acaban las charraná.
-Cuando te jacen una, lah
demáh ya te lah tienen prepará en carrefila.
-Y ¡hala!, tó dándote
sartenazoh, y echándole un poco máh de jiel a tu vía.
-Pa que tenga que jocicá
y tragáltela toah.
-Aunque te añugueh.
Iba calle abajo, ensimismado, camino de la fuente, para que el burro bebiera en
el pilar. Genaro, que era persona de pensamientos profundos y conversación
sucinta, iba con la mente fija en la única cosa agradable que le había ocurrido
aquel día, la retahíla de Purita, que le contó en un santiamén la cacicada que
hicieron con su padre y que a consecuencia de ella, dejaría de echar unos
cuantos jornales de tala y por consiguiente también de meter en el corral, unas
cargas de leña que en aquella época del año eran de vital importancia para una
casa.
- Purita le había dicho...
-¡No, si hogaño! vamoh a
está máh tiempo en la recacha que drento de casa.
-Porque la chimenea en vé
de criá jollín va a criá carámbano.
-Y er tentemozo y la
ehtenaza van a está más frío que loh pinrele dún muerto.
-Ya me veo to el`invierno
con el pretóleo p`arriba y p`abajo.
-¡Con el jedó que mete!,
Que paece que está una, asomá al vacie.
Genaro llego a su casa cuando el Sol hacía un rato que se había puesto y el
planeta Marte, (que en el pueblo le llamaban lucero) empezaba a colorear,
mostrándose en lo alto del campanario de la iglesia.
En el zaguán, le quito al burro la jáquima y el aparejo, lo metió en la cuadra
y a tientas, entró en el pajar y llenó el pesebre de paja.
-¡Chacho!
-Aquí quedarán diéh o doce
barcina.
-¡Que manera de tragá er
cimpampano ehte!
-Le via tené que jace
un`añedio a la cincha de la`parejo, porque se`htá poniendo rollizo.
-¡O apretal`le máh en er
tajo!
-¡Claro que entoce! me
tengo que apretá yo tamien.
-Y yo entavía la paja no
la'probao, que eh lo único que me jace farta.
-¡Menohmá! que la collera
de la yunta me la presta er tio Nicasio, porque pa los doh, no hay aquí condumio
ni pa empezá.
-Hogaño via tené que abrí
por er tejao y llená er pajá ahta la colcha.
A la luz de un candil, en el hueco de la escalera del –doblao-, se lavó la
cara y las manos en una palangana de cinc, con una pastilla de jabón que
parecía un adobe, estaba echa a base de recortes de tocino, grasas animales y
sosa cáustica.
Una mujer del pueblo llamada Corina, ya entrada en años, viuda y menesterosa,
era una excelente artesana en el oficio y las mujeres del pueblo la llamaban
para que le hiciera el jabón de todo el año. Cobraba ochenta reales y la
comida. A las ocho de la mañana ya estaba dándole vueltas al caldero, lo hacía
hasta que todos los ingredientes se convertían en una pasta semilíquida dos o
tres horas después de empezar. Luego en unos moldes hechos de tablas, vertía la
pasta y la dejaba enfriar.
Cada pieza pesaba trescientos gramos aproximadamente y los chiquillos cuando
estaban enteras, las tenían que agarrar con las dos manos para hacer uso de
ellas.
Genaro, se sentó en un banquillo de corcha a la candela que había en la
chimenea de la cocinilla, porque las tres sillas que había en casa, tenían ya
el asiento –dehforonao-
y -tresantié-
las había llevado su madre a casa del -Táni-,
para que le echase culo nuevo de nea y todavía no las había recompuesto.
Su madre mientras arrebujaba con el –machacaó-
en el -dornillo-,
la sal, los ajos, el pimiento y el –miajón-
de pan le dijo:
-¡Genaro!,
-¡coge er guisqui! (Yisque) y descuerga un corgaero de tomateh der maero, que via'í
preparando er gazpacho.
En unas varas de tilo, con las puntas de los pinchos cortadas, colgadas de los
maderos y alfajías del techo, tenían insertados racimos de tomates de los
llamados de invierno, una variante de los comunes, de tamaño mediano-pequeño, que se
cortaban verdes y con el paso del tiempo adquirían una tonalidad rosa, criando
una especie de telarañas semejantes a los capullos de seda.
Con ese aspecto, algunos duraban hasta después de Semana Santa sin pudrirse.
-¡Madre! ¿otra vez
gazpacho?
-Hijo, los probes, la
mijinina de pan que nos comemo, no la comemo arremojao como los pollo.
-Si no eh, en er
gazpacho, eh en er sopeao.
-Y gracias, que aunque
sea un cozcurro, argo hay.
-Porque otroh, ni pa jacé
una pringá tienen.
Se acercó a la -lacena- que había en la parte derecha de la cocinilla, sacó un
plato de cinc y se lo pasó a Genaro por delante de los ojos.
-¡Mira hijo! pa que
aluego diga que solo come gazpacho.
-Sardina en aceite,
lah`que a ti te gustan.
Nicolasa, había comprado en casa del –Vivo-,
tres pesetas de sardinas en aceite. Sardinas que venían en unas latas redondas
de gran tamaño. Los clientes tenían que llevar algún cacharro, normalmente un
plato hondo para que el tendero se las despachara en él. Las sardinas costaban
dos reales cada una y cuando comprabas más de cuatro te obsequiaba con una
cucharada de aceite.
Algunas mujeres solían decir que el aceite estaba mejor que las sardinas. Pero
claro, la verdad era, que las sardinas se las comían los zagales y los maridos,
ellas sopeaban el aceite con algún zancajo de pan del día anterior.
Las sardinas duraban en el plato, menos que un cerillo encendido.
De vez en cuando Nicolasa compraba un kilo de barbos a su vecina Florencia. Su
marido cuando no tenía jornales que echar, se dedicaba a la pesca furtiva en el
río Viar, lo hacía con el trasmallo, con el –cañá-
o ... echándole –barbahco-
machacado en medio del –pozancón-
y al rato aparecían los peces flotando panza arriba.
-¡Genaro!
-Esta tarde me`ncontrao
en la plaza a Tomasín.
-¡Chacho! que lustroso
que está el joio.
-¡Con lo percudio
questaba aquí!.
-Entonceh, tenía la mesma
jeta que un guarro lambucero, empicao a lah gallinaza.
-Y mialó ahora, paece un
menistro con loh carrilloh repompolluoh.
Nicolasa se refería a Tomás el del –zarpullio-,
que había venido de Alemania con permiso a pasar la Navidad.
No había quien lo conociera y eso que solo llevaba allí un año. Más blanco
estaba que una pared, con una chaqueta de cuero del color del vino tinto, un
pantalón de franela con los perniles acampanados, zapatos de piel acharolados
de color negro y con -perras-
en la faldriquera, que eso si que era lo que más ayudaba a que no se le
conociera, porque él, siempre había estado comiéndose los mocos en el –lumbrá- de su casa,
como se suele decir, a la cuarta pregunta.
No tenía entonces, ni para echarse unas –convidáh-
en casa de -Perico-,
que era donde se ponía el vino más barato, y que según las malas lenguas lo
tenía –engüachinao-,
cosa que no era de extrañar, ya que, no solo en ese pueblo sino en cualquier
otro, no había ningún bodeguero que antes de servirlo no lo pasara por la
"pila bautismal", o sea, que esa no era la razón de su baratura.
Genaro, le echó debajo de la
mesa una corteza de pan a un gato atigrado que tenían. Al mendrugo no le dio
tiempo a caer en el suelo, porque llorón, que así es como le llamaban, abrió la
boca y lo hizo desaparecer en un santiamén. El llorón tenía más arestín que el
perro del –bobillo-,
los rodales sin pelo los tenía desperdigado por todo el cuerpo y algunas
mañanas se presentaba en la cocinilla dándose trompazos con todos los trastos,
porque tenía los ojos –soldaos-
de lagañas.
-¡Hijo!
-Yo no quiero sé
sopisanguina con er mehmo tema de siempre.
-Pero, ende que murió tu
padre, las cosah ya no son iguá.
-A tu hermano Rafaé, lo
metí en la Sevillana de pahtó.
-A tu hermana Carnación,
en cuanto cumplió loh catorce la mandé a serví a la capitá, a casa de ese
méico, que icen que eh una eminencia.-
-¡Y yo!, ¡ya vehtú!
pisoteando a diario er camino de la Junta con la roilla en la cabeza, cargando con la
panera, pa está tor día rehfregando trapoh, por cuatro perra.
-¡Hijo!,
-Cuando llega la noche y
m`acuesto en er jergón no veo máh que lavazah y pingoh en azulillo.
-¡Genaro!..
-ya sé que tu, jace máh
que lo que puee.
-Que loh cuatro cacho que
tenemoh, loh tieneh rehplandecioh, que la senara la saca pa`lante y que no te
quea engurruñao, a la hora de echá cuatro jornaleh, zachando, en la siega o en
lah acitunah.
-Pero esto no es vida pa
un zagá, que siempre ehtuvo con`esa penaera a cuehta, con`esa canunjía de sé
como eh.
-¡Churrumio de cohtrución
y argo embebío!.
-Pero, con un corazón,
que si juera la cuba der pozo no cabría por el brocá...
C. Abril C.
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